Por estos días algunos recuerdan en los pasillos del Palacio de Justicia un incidente de hace más de una década que recién cobró nueva vigencia. Un abogado litigante acudió allí para intentar realizar un procedimiento, pero el magistrado auxiliar que llevaba el caso lo rechazó con vehemencia. Pasado un tiempo, aquel abogado llegó a ser presidente de la Corte Suprema y se convirtió en uno de los hombres más poderosos que hayan dirigido ese alto tribunal. Se trataba de Leonidas Bustos, quien jamás olvidó el desplante y prometió que mientras él fuera togado aquel auxiliar nunca ascendería. Lo cumplió. Solo cuando ese hombre se fue, al cabo de su periodo de ocho años, el funcionario pudo ser magistrado. Detrás de ese episodio hay una gran paradoja. El entonces auxiliar es Luis Hernández, el magistrado hoy designado para instruir la investigación que tiene como protagonista al cuestionado expresidente de la Corte Suprema de Justicia.
En las últimas semanas, Bustos se convirtió en el personaje principal, en calidad de villano mayor, de la telaraña de favores, sobornos y roscas que tenía lugar en la cúpula judicial. Su nombre, conocido en los círculos del Palacio de Justicia, pero ajeno a la mayoría de los colombianos, comienza a develarse como una de las bisagras fundamentales del entramado que destaparon la Fiscalía y la DEA hace un par de semanas. La historia de cómo logró convertirse en el peso pesado de la Rama Judicial comienza en Ibagué, la ciudad donde nació.
Bustos estudió allí en el colegio San Simón, una institución pública en la que se han graduado algunas de las más altas dignidades de la Rama Judicial. Consiguió el primer alto cargo de su vida en ese plantel, como representante estudiantil. Hay quienes dicen que ese fue el sorbo inicial de poder que le encantó. Para la época Bustos era un estudiante contestatario que leía a los principales pensadores de izquierda y admiraba a Jorge Eliécer Gaitán. Para alcanzar ese cargo derrotó a un estudiante tres años más avanzado. Era Eduardo Montealegre Lynett, quien sería, varias décadas después, fiscal general de la Nación, en buena medida gracias a los oficios de Bustos.
Al concluir el bachillerato, el joven Leo se mudó a Bogotá, en donde empezó la carrera de Derecho y su lucha irrefrenable por surgir. Estudió en la Universidad Libre, a la que siguió vinculado tras graduarse. Aunque nunca fue un jurista excelso, logró que lo nombraran en la jefatura del área penal de su alma mater y que le asignaran la administración de la cafetería principal en un momento en que sus finanzas no andaban bien. El negocio no resultó lo que se esperaba, por lo que el canon de arrendamiento reflejó saldos en rojo.
En la calle Bustos era un litigante más. Su vida transcurría en torno a expedientes mundanos y entre los pasillos del complejo judicial de Paloquemao. Poco a poco, fue consiguiendo clientes cuyos procesos lo obligaban a concurrir ante instancias mayores. Acudió a despachos de Fiscalías Especializadas, luego al Tribunal Superior y después, al edificio de sus sueños, el Palacio de Justicia. El lento pero constante ascenso del abogado penalista pareció truncado cuando la Rama Judicial puso en marcha el nuevo sistema penal acusatorio en 2005. La oralidad le pegó muy duro. Bustos era un abogado de memoriales y escritos, pero poco hábil para argumentar de viva voz en audiencia pública. Así que intentó refugiarse en alguno de los cargos que ofrecía la burocracia judicial, pero no alcanzó la calificación necesaria en los exámenes. Entonces decidió profundizar sus contactos y tratar de catapultar su nombre a la Corte Suprema de Justicia.
Llegó al máximo tribunal en 2008, impulsado, principalmente, por el magistrado Julio Enrique Socha Salamanca, y desde el primer día empezó a hacer lo necesario para que lo distinguieran. Del barrio Santa Isabel, donde vivía antes de ser magistrado, se mudó a un sector caro en el norte de la capital, compró trajes nuevos y adoptó un tono soberbio. En el dedo meñique de su mano izquierda usaba un portentoso anillo con una piedra verde incrustada que era imposible pasar por alto. Algunos decían que era una esmeralda excelsa y otros un símbolo de la logia secreta masónica a la que en el mito pertenecen muchos magistrados. Era el símbolo distintivo de aquel hombre de apariencia bonachona, altísimo y con una corpulenta figura, que hablaba siempre en el tono de estar contando un secreto.
Ya sentado en la silla de la Corte Suprema, Bustos se encontró con su alma gemela: Francisco Javier Ricaurte. A diferencia de él, que era tímido y poco sociable, Ricaurte era un hombre carismático y entrador. El cartagenero, de casi dos metros de estatura, llegó en 1999 a la corte como magistrado auxiliar y aguardó con paciencia a que su jefe –el cuestionado Carlos Isaac Náder– terminara su periodo, y lo ungió para sucederle. En 2004 Pacho Ricaurte llegó a magistrado titular de la Sala Laboral. Su metamorfosis también fue rápida, brusca y llamativa. Antes de empezar a enterarse de los asuntos del nuevo despacho, se deshizo de su destartalado Chevrolet Sprint blanco, en el que se movilizó por años, y pasó a la camioneta oficial. Antes de ser magistrado era reconocido por vivir ‘arrancado’, constantemente prestando plata entre sus compañeros para sobreaguar el fin de mes. Sin embargo, al mismo tiempo era un asiduo cliente de restaurantes finos en donde siempre pedía, para empezar, una buena botella de vino para agasajar a sus invitados, por lo general poderosos hombres de la Rama Judicial. “Ricaurte ha tenido una sola estrategia en la vida: tejer relaciones públicas”, dice uno de sus excompañeros en el Palacio de Justicia.
Aunque en salas distintas, Penal y Laboral, Bustos y Ricaurte hicieron química y pronto crearon una trinca que acaparó el mayor poder que se haya conocido en la Corte Suprema de Justicia.
Desde 2006, por cuenta del megaescándalo de la parapolítica, que ya había enviado a la cárcel a medio centenar de congresistas principalmente de Sucre, Cesar, Antioquia y Córdoba, la corte recibía la admiración general. Desde la perspectiva de la gente el tribunal era un sólido altar de justicia, mientras que a ojos de senadores y representantes era el ‘coco’ en persona. Esa percepción se profundizó cuando el país supo que el DAS espiaba ilegalmente a magistrados. Pero en 2012, con Leonidas Bustos como nuevo presidente de la Sala Penal, las cosas ya no fueron como antes.
La corte decidió hacer a un lado al magistrado auxiliar Iván Velásquez, responsable de coordinar el equipo que venía develando los hilos de la parapolítica. Oficialmente se dijo que era una simple “decisión administrativa”, pero la verdad es que ese portazo resultó de un pulso interno que lideró y ganó Bustos con el respaldo de Ricaurte. Álvaro Pastás, funcionario de la entraña de Bustos, asumió el cargo de Velásquez. Como efecto práctico la parapolítica tuvo un ocaso anticipado y se extinguió sin llegar a destapar los nexos de los paras de los Llanos y Cundinamarca con políticos del centro del país.
También perdió todo ritmo otra investigación emblemática que buscaba desentrañar la telaraña de corrupción tejida en la Dirección Nacional de Estupefacientes (DNE), en la cual aparecían como indiciados al menos 13 congresistas y excongresistas. Los investigadores de la corte obtuvieron evidencias de que políticos y abogados se habían quedado, amañadamente, con cuantiosos narcobienes incautados a la mafia. El escándalo llevó a la liquidación de la DNE, y aunque había señalamientos específicos y evidencia técnica, las consecuencias siguen en veremos. La corte dejó de brillar por sus resultados, y a cambio descolló con indignidades como el ‘yo te elijo, tú me eliges’.
Bustos y Ricaurte entendieron como nadie el potencial de las facultades electorales que tenían como magistrados. Desperdigaron sus fichas por toda la Rama Judicial (ver infografía). La elección y posterior reelección de Alejandro Ordóñez como procurador general fue una de sus obras. La Corte Suprema no lo eligió la primera vez, pero sí lo ternó la segunda. Los votos que otorgaron para designar nuevos jueces y otros altos cargos se reflejaron en sus proyecciones personales. Ricaurte, quien al concluir su periodo había participado en la elección de 18 magistrados, contó con el voto obsecuente de estos para brincar al Consejo Superior de la Judicatura, el organismo encargado de hacer las listas para llegar a ser magistrado y de manejar el billonario presupuesto de la Rama Judicial. (Y ahora aspira a ser nombrado en la Jurisdicción Especial para la Paz).
Por su parte, el magistrado Leonidas Bustos desplegó su influencia sobre la Fiscalía de Eduardo Montealegre. Los magistrados siempre han sido poderosos en el búnker, pero lograron hacerse sentir indispensables cuando bloquearon la elección de fiscal (designado por la corte de terna enviada por la Casa de Nariño) por más de un año en el choque de trenes con Álvaro Uribe. Finalmente la elección se destrabó con Viviane Morales, quien siempre tuvo fama de “no recibir a los magistrados” y a quien un fallo del Consejo de Estado la sacó del cargo por una formalidad en su elección.
Para llegar a esos altos cargos, el apoyo de Bustos se convirtió en una especie de bendición. El abogado logró ser reelegido en 2013 para la presidencia de la Sala Penal, algo inédito y no repetido en la historia de la justicia colombiana. Luego fue vicepresidente de la Corte Suprema, y un año después, en 2015, presidente de la corporación. Es esa época, su esposa, la procuradora María Cristina Pineda, se autoproclamó ‘primera dama de la Justicia’.
En las últimas semanas, Bustos se convirtió en el personaje principal, en calidad de villano mayor, de la telaraña de favores, sobornos y roscas que tenía lugar en la cúpula judicial. Su nombre, conocido en los círculos del Palacio de Justicia, pero ajeno a la mayoría de los colombianos, comienza a develarse como una de las bisagras fundamentales del entramado que destaparon la Fiscalía y la DEA hace un par de semanas. La historia de cómo logró convertirse en el peso pesado de la Rama Judicial comienza en Ibagué, la ciudad donde nació.
Bustos estudió allí en el colegio San Simón, una institución pública en la que se han graduado algunas de las más altas dignidades de la Rama Judicial. Consiguió el primer alto cargo de su vida en ese plantel, como representante estudiantil. Hay quienes dicen que ese fue el sorbo inicial de poder que le encantó. Para la época Bustos era un estudiante contestatario que leía a los principales pensadores de izquierda y admiraba a Jorge Eliécer Gaitán. Para alcanzar ese cargo derrotó a un estudiante tres años más avanzado. Era Eduardo Montealegre Lynett, quien sería, varias décadas después, fiscal general de la Nación, en buena medida gracias a los oficios de Bustos.
Al concluir el bachillerato, el joven Leo se mudó a Bogotá, en donde empezó la carrera de Derecho y su lucha irrefrenable por surgir. Estudió en la Universidad Libre, a la que siguió vinculado tras graduarse. Aunque nunca fue un jurista excelso, logró que lo nombraran en la jefatura del área penal de su alma mater y que le asignaran la administración de la cafetería principal en un momento en que sus finanzas no andaban bien. El negocio no resultó lo que se esperaba, por lo que el canon de arrendamiento reflejó saldos en rojo.
En la calle Bustos era un litigante más. Su vida transcurría en torno a expedientes mundanos y entre los pasillos del complejo judicial de Paloquemao. Poco a poco, fue consiguiendo clientes cuyos procesos lo obligaban a concurrir ante instancias mayores. Acudió a despachos de Fiscalías Especializadas, luego al Tribunal Superior y después, al edificio de sus sueños, el Palacio de Justicia. El lento pero constante ascenso del abogado penalista pareció truncado cuando la Rama Judicial puso en marcha el nuevo sistema penal acusatorio en 2005. La oralidad le pegó muy duro. Bustos era un abogado de memoriales y escritos, pero poco hábil para argumentar de viva voz en audiencia pública. Así que intentó refugiarse en alguno de los cargos que ofrecía la burocracia judicial, pero no alcanzó la calificación necesaria en los exámenes. Entonces decidió profundizar sus contactos y tratar de catapultar su nombre a la Corte Suprema de Justicia.
Llegó al máximo tribunal en 2008, impulsado, principalmente, por el magistrado Julio Enrique Socha Salamanca, y desde el primer día empezó a hacer lo necesario para que lo distinguieran. Del barrio Santa Isabel, donde vivía antes de ser magistrado, se mudó a un sector caro en el norte de la capital, compró trajes nuevos y adoptó un tono soberbio. En el dedo meñique de su mano izquierda usaba un portentoso anillo con una piedra verde incrustada que era imposible pasar por alto. Algunos decían que era una esmeralda excelsa y otros un símbolo de la logia secreta masónica a la que en el mito pertenecen muchos magistrados. Era el símbolo distintivo de aquel hombre de apariencia bonachona, altísimo y con una corpulenta figura, que hablaba siempre en el tono de estar contando un secreto.
Ya sentado en la silla de la Corte Suprema, Bustos se encontró con su alma gemela: Francisco Javier Ricaurte. A diferencia de él, que era tímido y poco sociable, Ricaurte era un hombre carismático y entrador. El cartagenero, de casi dos metros de estatura, llegó en 1999 a la corte como magistrado auxiliar y aguardó con paciencia a que su jefe –el cuestionado Carlos Isaac Náder– terminara su periodo, y lo ungió para sucederle. En 2004 Pacho Ricaurte llegó a magistrado titular de la Sala Laboral. Su metamorfosis también fue rápida, brusca y llamativa. Antes de empezar a enterarse de los asuntos del nuevo despacho, se deshizo de su destartalado Chevrolet Sprint blanco, en el que se movilizó por años, y pasó a la camioneta oficial. Antes de ser magistrado era reconocido por vivir ‘arrancado’, constantemente prestando plata entre sus compañeros para sobreaguar el fin de mes. Sin embargo, al mismo tiempo era un asiduo cliente de restaurantes finos en donde siempre pedía, para empezar, una buena botella de vino para agasajar a sus invitados, por lo general poderosos hombres de la Rama Judicial. “Ricaurte ha tenido una sola estrategia en la vida: tejer relaciones públicas”, dice uno de sus excompañeros en el Palacio de Justicia.
Aunque en salas distintas, Penal y Laboral, Bustos y Ricaurte hicieron química y pronto crearon una trinca que acaparó el mayor poder que se haya conocido en la Corte Suprema de Justicia.
Desde 2006, por cuenta del megaescándalo de la parapolítica, que ya había enviado a la cárcel a medio centenar de congresistas principalmente de Sucre, Cesar, Antioquia y Córdoba, la corte recibía la admiración general. Desde la perspectiva de la gente el tribunal era un sólido altar de justicia, mientras que a ojos de senadores y representantes era el ‘coco’ en persona. Esa percepción se profundizó cuando el país supo que el DAS espiaba ilegalmente a magistrados. Pero en 2012, con Leonidas Bustos como nuevo presidente de la Sala Penal, las cosas ya no fueron como antes.
La corte decidió hacer a un lado al magistrado auxiliar Iván Velásquez, responsable de coordinar el equipo que venía develando los hilos de la parapolítica. Oficialmente se dijo que era una simple “decisión administrativa”, pero la verdad es que ese portazo resultó de un pulso interno que lideró y ganó Bustos con el respaldo de Ricaurte. Álvaro Pastás, funcionario de la entraña de Bustos, asumió el cargo de Velásquez. Como efecto práctico la parapolítica tuvo un ocaso anticipado y se extinguió sin llegar a destapar los nexos de los paras de los Llanos y Cundinamarca con políticos del centro del país.
También perdió todo ritmo otra investigación emblemática que buscaba desentrañar la telaraña de corrupción tejida en la Dirección Nacional de Estupefacientes (DNE), en la cual aparecían como indiciados al menos 13 congresistas y excongresistas. Los investigadores de la corte obtuvieron evidencias de que políticos y abogados se habían quedado, amañadamente, con cuantiosos narcobienes incautados a la mafia. El escándalo llevó a la liquidación de la DNE, y aunque había señalamientos específicos y evidencia técnica, las consecuencias siguen en veremos. La corte dejó de brillar por sus resultados, y a cambio descolló con indignidades como el ‘yo te elijo, tú me eliges’.
Bustos y Ricaurte entendieron como nadie el potencial de las facultades electorales que tenían como magistrados. Desperdigaron sus fichas por toda la Rama Judicial (ver infografía). La elección y posterior reelección de Alejandro Ordóñez como procurador general fue una de sus obras. La Corte Suprema no lo eligió la primera vez, pero sí lo ternó la segunda. Los votos que otorgaron para designar nuevos jueces y otros altos cargos se reflejaron en sus proyecciones personales. Ricaurte, quien al concluir su periodo había participado en la elección de 18 magistrados, contó con el voto obsecuente de estos para brincar al Consejo Superior de la Judicatura, el organismo encargado de hacer las listas para llegar a ser magistrado y de manejar el billonario presupuesto de la Rama Judicial. (Y ahora aspira a ser nombrado en la Jurisdicción Especial para la Paz).
Por su parte, el magistrado Leonidas Bustos desplegó su influencia sobre la Fiscalía de Eduardo Montealegre. Los magistrados siempre han sido poderosos en el búnker, pero lograron hacerse sentir indispensables cuando bloquearon la elección de fiscal (designado por la corte de terna enviada por la Casa de Nariño) por más de un año en el choque de trenes con Álvaro Uribe. Finalmente la elección se destrabó con Viviane Morales, quien siempre tuvo fama de “no recibir a los magistrados” y a quien un fallo del Consejo de Estado la sacó del cargo por una formalidad en su elección.
Para llegar a esos altos cargos, el apoyo de Bustos se convirtió en una especie de bendición. El abogado logró ser reelegido en 2013 para la presidencia de la Sala Penal, algo inédito y no repetido en la historia de la justicia colombiana. Luego fue vicepresidente de la Corte Suprema, y un año después, en 2015, presidente de la corporación. Es esa época, su esposa, la procuradora María Cristina Pineda, se autoproclamó ‘primera dama de la Justicia’.
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