lunes, 23 de octubre de 2017

FISCALÍA PIDIÓ NO TENER EN CUENTA VARIAS PRUEBAS QUE PRESENTÓ CONTRA SANDRA MORELLI


La Corte Suprema de Justicia suspendió la audiencia del juicio contra la ex contralora Sandra Morelli para evaluar las pruebas que no tendrá en consideración.

"La Fiscalía descarta prácticamente todas las pruebas en mi contra. Aquí venimos de 4.200 pruebas en mi contra, después se reducen a 2000, después finalmente quedamos en 500" dijo Morelli al terminar la audiencia.

El ente investigador pidió también que se eliminarán varias pruebas entre ellas los testimonios de 38 personas por considerar que no son pertinentes para la investigación.
Morelli resaltó que lo importante es su declaración, pero aprovechó para criticar el contrato de la sede en donde funciona la Fiscalía delegada ante la Corte.

"Tal vez me hubiera opuesto a que dice que no es conducente el contrato, cuando dice que el nuestro tenía sobrecosto y la Fiscalía celebra uno idéntico pasando la calle, muchísimo más caro, con menos obligaciones para el contratista", dijo.
FBI RECLUTA A CAPOS COLOMBIANOS PARA HUNDIR AL ‘CHAPO’ GUZMÁN


Antes de ser sometido a una cirugía en su pierna izquierda, el narcotraficante colombiano Diego Montoya, ‘don Diego’, exjefe del cartel del norte del Valle, se comprometió con el FBI a testificar en el juicio contra Joaquín Guzmán Loera, alias el Chapo.

Según dijo ‘don Diego’, el capo de capos mexicano le compraba al año 15 toneladas de coca, la mayoría de las cuales salían en aviones King Quest, Grumman, Commander y Convert, que aterrizaban en los aeropuertos de Los Mochis, Torreón y Veracruz (México), y cuyas matrículas tiene en su poder.
Además, conoce los nombres de ingenieros rusos y estadounidenses que fueron enviados por el ‘Chapo’ a Colombia para ensamblar submarinos, moverle droga desde la costa Pacífica –especialmente desde la convulsionada Tumaco–, y proveer a los hermanos Beltrán, a Ismael el ‘Mayo’ Zambada y al expolicía Juan José el ‘Azul’ Esparragoza.

Aunque en el ‘indictment’ del ‘Chapo’ ya se anunciaba que “numerosos líderes de carteles colombianos van a testificar sobre los envíos a Guzmán a través de rutas aéreas, marítimas y terrestres”, Washington guardaba en secreto sus identidades. 

No obstante, fuentes federales le confirmaron a EL TIEMPO que el FBI está reclutando a capos extraditados, para garantizar que el gran jurado le dé cadena perpetua al escurridizo mafioso mexicano.

Para el Departamento de Justicia, este caso se ha convertido en una cuestión de honor, pues desde hace más de 30 años han estado detrás del jefe del cartel de Sinaloa y tuvieron que ver cómo se escapó dos veces de cárceles de máxima seguridad de México. 

Además, libraron una batalla adicional: el pulso con México para que extraditara al capo justo al inicio del mandato de Donald Trump y meses después de que este anunciara la construcción del muro fronterizo.

A eso se une la artillería legal que la defensa del capo está desplegando. Jeffrey Lichtman, Eduardo Balarezo y William Purpura, tres veteranos defensores de narcotraficantes, ya pidieron la anulación del juicio al ‘Chapo’, argumentando que su extradición fue “ilegal y con base en afirmaciones falsas”. Aunque su intento fracasó, ahora alegan que su cliente es sometido a torturas psicológicas y físicas que impiden incluso coordinar su defensa.

Además, buscan desestimar a los potenciales testigos, asegurando que van a mentir a cambio de beneficios judiciales.

Pero ya está documentado que en la larga y selecta lista de aliados del ‘Chapo’ figuraban los colombianos Efraín Hernández, ‘don Efra’; Elizabeth Montoya de Sarria, Iván Urdinola, Arcángel Henao, Francisco ‘Pacho’ Cifuentes, Miguel Solano y Giovani Caicedo. 

“Muchos fueron asesinados, pero otros sobrevivieron a ‘vendettas’, como Juan Carlos Ramírez Abadía, ‘Chupeta’, quien va a colaborar”, dijo una agente.

Socios frescos

En efecto, ‘Chupeta’, el otro gran proveedor del ‘Chapo’, va a contar cómo el jefe del cartel de Sinaloa le secuestró a uno de sus emisarios tras una disputa por un cargamento. Se trata de Juan Carlos Ortiz, ‘Cuchilla’, quién años después murió acribillado en Cali.

EL TIEMPO estableció que a la lista de testigos se unen Luis Caicedo Velandia y Julio Lozano Pirateque, jefes del narcotraficante Daniel el ‘Loco’ Barrera. Sus testimonios son claves porque demuestran que el capo mexicano mantuvo su imperio y sus nexos con la mafia colombiana hasta hace tres años, cuando cayó en manos de la Marina de su país.

De hecho, aunque Caicedo ya cumplió su condena, tras una ventajosa negociación con Estados Unidos, permanece preso en Brooklyn para garantizar su comparecencia en el juicio.

Y, por esa misma razón, Lozano, ya en libertad, no fue deportado a Colombia y se le ha visto en Miami.

El único beneficio que Caicedo y Lozano obtendrían por ayudar a hundir al ‘Chapo’ es el de quedarse en Estados Unidos.

‘Don Diego’, condenado a 45 años por el asesinato de un testigo federal, también es poco lo que puede obtener. Tiene 59 años, lleva 8 en prisión y saldría a los 96. 

Si acaso le darían mejores condiciones carcelarias debido a sus líos de salud, que ya lo tienen en una cárcel de mediana seguridad. 

Entre tanto, ‘Chupeta’, después de ser extraditado a Estados Unidos por el gobierno de Brasil, en 2008, enfrenta una sentencia de 25 años, de los cuales le quedan 14 pendientes. Si bien los podría reducir delatando al patrón de Sinaloa, sería mínimo el beneficio.

Por ahora, el ‘Chapo’ permanece incomunicado en una celda de una correccional de Nueva York, ciudad que inundó de coca en sus épocas de bonanza y terror.

Así es la cárcel del ‘Chapo’
Una celda sin ventanas, luces prendidas 23 horas al día, cámaras de vigilancia sobre la ducha y el escusado, visitas vetadas y cero contacto con otros presos. 

Las condiciones a las que está sometido Joaquín el ‘Chapo’ Guzmán en el Centro Correccional Metropolitano de Manhattan son tan duras que en Estados Unidos muchos las consideran peores que las de la base de Guantánamo, donde encerraron a terroristas de Al Qaeda. 

Según sus abogados, el capo ha perdido la noción del día y la noche, ha tenido alucinaciones auditivas y sufre de frío. Aunque la Fiscalía autorizó que llamara 30 minutos al mes a familiares y pudiera ser visitado por curas. Paradójicamente, su situación carcelaria mejoraría si lo condenan: pasaría a un penal con menos restricciones.
¿USTED HA PEDIDO UN CRÉDITO GOTA A GOTA? CONOZCA CUÁNTO PAGÓ DE MÁS


¿Cuántas veces le han entregado en la calle tarjetas en las que le ofrecen préstamos inmediatos, “sin importar el monto” y sin fiador?

Si está pensando en atender esos cantos de sirena, piénselo dos veces: no solo va a tener que pagar 10 veces o más de lo que cancelaría en intereses por un crédito bancario, sino que estará aceitando una máquina que lava la plata manchada de sangre de todas las bandas criminales, incluido el ‘clan Úsuga’.
Tarjetas y volantes repartidos puerta a puerta son los ganchos del ‘gota a gota’, una modalidad de préstamo a la que recurren usualmente los colombianos más pobres o los que no tienen perfil crediticio por haber estado reportados o porque no tienen una fuente de ingreso formal.

Lo que no se ve detrás de esas ofertas y de los cobradores que rondan en moto por ciudades y pueblos es un millonario negocio que, según las autoridades, mueve cada día hasta 2.500 millones de pesos, y que en un solo mes puede cobrar, muchas veces a la brava, el 20 por ciento o más de intereses.

Se manejan préstamos rápidos hasta por cinco millones, a los que acuden desde amas de casa hasta pequeños comerciantes, y otros por montos superiores a los 100 millones de pesos que se respaldan con escrituras e hipotecas. De la gravedad de los cobros dan fe decenas de denuncias por estafa, usura, amenazas, lesiones personales, falsedad en documentos y hasta homicidios que han puesto a Policía y Fiscalía tras la pista de las poderosas redes que manejan el ‘gota a gota’.

Tan solo el año pasado las autoridades abrieron casi 400 procesos por delitos relacionados con esta modalidad delictiva. Una investigación adelantada en los últimos ocho meses por la Dijín revela que hay 18 grandes cabezas de ese negocio en el país. 

En Bogotá, las cabezas visibles son dos mujeres y un hombre. La más conocida, la ‘gorda Mayerli’, opera en la central de alimentos más grande del país, Corabastos, y desde allí controla unas 20 redes de ‘gota a gota’ que cubren las localidades de Kennedy, Bosa y el municipio de Soacha. 

En Corabastos hay decenas de historias de familias que entregaron sus puestos por créditos que no lograron pagar. Incluso, la Policía instaló allí un Gaula para enfrentar una actividad que, se cree, está relacionada con varios homicidios. El último caso en investigación es el crimen del comerciante de frutas Yoisen Salazar, al que sicarios mataron en enero cuando salía de su casa hacia la mayorista. 

Tan solo en Bogotá, cada día se mueven 1.000 millones en esos préstamos. El sector de San Victorino y el Sanandresito de la calle 38 son otros epicentros del negocio en la capital.

Los préstamos rara vez pasan de 26 días (todos los días del mes, descontando los domingos), y cuando se cumple el plazo el deudor habrá pagado el monto del préstamo más un 20 por ciento de intereses. Es decir, si le entregaron un millón de pesos, al terminar el mes el agiotista tendrá de vuelta 1,2 millones. Eso equivale a rendimientos del 240 por ciento anual, una tasa de ganancia solo comparable a la del narcotráfico.

“En el año 2014 se me cayó el negocio, un restaurante. Me atrasé en el pago del arriendo, los salarios y servicios”, narró a EL TIEMPO un empresario que, aconsejado por un amigo, recurrió a un ‘gota a gota’ de alto nivel. El prestamista le dijo que podía entregarle los 75 millones de pesos que necesitaba, pero que tenía que poner como garantía las escrituras de un inmueble a su nombre.

“Ningún banco me prestaba por no cumplir los requisitos y las deudas me asfixiaban. Pensé: ‘en unos meses me repongo y vendo el local, pago el préstamo y los 15 millones de intereses’ ”, dijo el comerciante.

Entregó las escrituras de un apartamento de Bogotá avaluado en 420 millones de pesos: “Me atrasé y me amenazaron a mí y a mi familia. Prácticamente me obligaron a traspasarles el apartamento y así saldé mi deuda”.

Por temor no interpuso la denuncia. Hoy cuenta que “esos tres meses fueron un infierno”. “Uno no se da cuenta, pero está negociando con criminales organizados”, asegura.

Historias como esta, de expropiación de bienes a la fuerza, se cuentan por centenares. En Colombia, la Policía ha identificado 137 municipios en donde el fenómeno del ‘gota a gota’ es un mal crónico: en 17, el control directo lo tiene el crimen organizado.
LAS MUJERES A LAS QUE LA GUERRA LAS OBLIGÓ A VOLVERSE DETECTIVES


En la desaparición forzada se condensan la incertidumbre, la sevicia, el terror, la destrucción tortuosa de la vida. Quien perpetra ese delito, dice el sociólogo Gonzalo Sánchez, se empeña en ocultar de la faz de la tierra a su víctima, de tal forma que no quede huella de su existencia ni rastro del crimen cometido. El suplicio de la desaparición forzada –que en Colombia solo fue tipificada como delito a partir del 2000– recae sobre las víctimas directas y también sobre sus seres queridos, cuyas vidas quedan suspendidas en un duelo perpetuo y en un estado de permanente zozobra, angustia y vacío.

Según el Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH), entre 1970 y 2015 hubo en Colombia 60.630 casos de desaparición forzada, una cifra que supera en número el de todas las ocurridas en las dictaduras militares del Cono Sur. 

Solo entre 1996 y 2005 hubo 32.249 desapariciones forzadas en el país, casi la misma cantidad de casos de la dictadura argentina. De acuerdo con el CNMH, el 46,1 por ciento fueron perpetradas por paramilitares; el 19,9, por guerrillas; el 8,8, por los grupos que surgieron tras la desmovilización de las Auc; el 8 por ciento, por agentes del Estado y el 15,9 ciento, por grupos no identificados. A esto, según el CNMH, se suma la incapacidad institucional para hallar a las víctimas. De las 60.630 desapariciones documentadas hasta el 2015 solo se conocía el paradero y la situación de 8.122 personas.

Pero ese panorama contrasta con la búsqueda de los familiares, quienes, sin proponérselo, se han convertido en buscadores expertos, en detectives. Su deseo de conocer la verdad les ha permitido desarrollar habilidades para investigar, rastrear pistas, anudar señales y hablar el mismo idioma de los forenses, los fiscales y los psicólogos. 

Investigadores del CNMH dicen que la experiencia y los saberes que los familiares han construido en sus búsquedas serán determinantes en el diseño de nuevos mecanismos para garantizar, en el marco del posconflicto, la búsqueda, localización e identificación de los desaparecidos. 

Estos son los testimonios de Amalia de Márquez, Gloria Gómez, Aura María Díaz y Shaira Rivera, cuatro mujeres que comparten el suplicio de la ausencia de sus seres queridos, pero que no cesan en su esfuerzo para hallarlos y conocer la verdad.

Amalia de Márquez: ‘Se lo llevaron las Farc’
Mientras no me demuestren lo contrario, seguiré hablando de Enrique, mi hijo, en tiempo presente. Sé que está vivo. El 11 de febrero de 1999 salió de su casa a las 6 a. m. hacia su oficina de Conalcrédito, en el centro de Bogotá. Él es abogado. Cuando iba a entrar al edificio, se lo llevaron. Ese día me llamó a las 9 p. m. para decirme que lo tenía el frente 51 de las Farc. Fue la última vez que lo oí. Desde entonces, he expuesto su caso ante los altos funcionarios de turno: procuradores, fiscales generales, contralores, altos comisionados de paz y hasta presidentes. Eso me ha permitido visibilizar su ausencia, pero para seguirle la pista, mi esposo y yo recurrimos a otros métodos.

Buscamos a Jaime Garzón. Él investigó y supo que se lo habían llevado para ejercer presión, pues, al parecer, las Farc querían recuperar un dinero invertido en Conalcréditos. Jaime intercedió, era optimista, nos traía mensajes, pero lo mataron. 

También nos poníamos en contacto con los secuestrados que liberaban. Nos traían noticias. “Enrique está vivo”, “está escribiendo un libro”, “lo vi en tal campamento”, nos decían. Y así seguíamos sus pasos. Supe que estuvo en la zona de distensión del Caguán. En una ocasión me mandó un mensaje en el que me pedía que le hablara por Las Voces del Secuestro. Mientras existió el programa, grabé diariamente un mensaje. Y así, entre los recados de los exsecuestrados y la radio, establecimos una especie de intercambio esporádico de noticias. Pero, de repente, el silencio. Lo último que supimos es que Romaña (con quien quiero reunirme) llevó a Enrique a un juicio. No sabemos qué pasó después. 

Sigo escribiendo cartas y planeando la manera de comunicarme con mi hijo. Los últimos 18 años los he invertido en eso: en buscar canales para decirle que lo espero.

Gloria Gómez: ‘Buscar en soledad es difícil’
Hace 34 años vivo en función de la búsqueda. Dos de mis hermanos fueron desaparecidos. Encontré el cadáver de Leonardo poco después de su desaparición, en 1983, y llevo tres décadas buscando a Luis. Al primero lo hallé destrozado en Medicina Legal, en Bogotá, pero aún no sé quién ordenó asesinarlo.

Leonardo también era buscador: buscaba a dos amigos del colegio que desaparecieron en el 82. Y es que tras una desaparición suele desatarse una cadena de desapariciones. Cinco años más tarde, Luis, que buscó a Leonardo y al resto de jóvenes, fue desaparecido en Tibú, Norte de Santander. Desde 1988 he recorrido una y otra vez ese departamento. Llegué al sitio donde, según los lugareños, sus victimarios lo reventaron a golpes. Pero me di cuenta de que buscar en soledad es difícil. Por eso, me junté con los miembros de la Asociación de Familiares de Detenidos-Desaparecidos. Ingeniamos métodos de búsqueda solidaria. Nos distribuíamos en grupos y recorríamos las estaciones de Policía, los hospitales, el anfiteatro y las calles cercanas a las que identificamos como zonas de tortura. Tal era el caso de la calle 45 con carrera 15, donde el grupo paramilitar ‘Morena’ tenía su sede.

Organizamos las jornadas de búsqueda por Cundinamarca. Recorrimos municipios y descubrimos botaderos de cadáveres como el del Alto de la Virgen, en la carretera que conduce a Choachí. En esas jornadas, nos hicimos amigas de los sepultureros y de los ‘chulos’, es decir, de los promotores de servicios funerarios. 

Cada vez que sabían de un nuevo NN nos informaban e inmediatamente íbamos a verlo con la esperanza de que fuera uno de los que buscábamos. También leíamos los periódicos vespertinos. Los titulares anunciaban ‘se halló un cuerpo en tal lugar’. Y allí llegábamos. A finales del 88, preparamos la llegada del grupo de trabajo sobre desapariciones forzadas de la ONU. Nos repartimos por todo el país. Documentamos cientos de casos que luego entregamos a los investigadores. La ONU corroboró que la desaparición forzada sí existía en Colombia y manifestó la urgencia de tipificar el delito. Eso, sin embargo, solo ocurrió 12 años después.

Aura María Díaz: ‘Hallé a mi hijo en un cementerio’
Soy la mamá de César Sepúlveda, desaparecido y asesinado en septiembre de 1994 por el exconcejal y ganadero de Oiba, Santander, Josué Vallejo, quien lo torturó para sacarle información sobre el supuesto robo de una camioneta del que, como más tarde se comprobó, César no participó. Desde el día en que se lo llevaron me hice detective. Di con el paradero del jeep público del que lo bajaron sus victimarios y encontré al chofer y al resto de pasajeros que viajaban con él. Ellos me confirmaron que César fue retenido en Cachipay, justo en la entrada de la hacienda de Vallejo. 

Cambié mi identidad, me vestí de otra manera y me puse el cabello de otro color para investigar. Indagué en las calles, en los parques y en el terminal de Oiba. Descubrí que los verdugos se llevaron a César en una camioneta que le pertenecía a la hermana del concejal. Cada vez que descubría algo lo reportaba en la Fiscalía. Mantenía el proceso activo y trabajaba mancomunadamente con los investigadores. Busqué en todas partes. Siguiendo las pistas de los testigos y pensando que, como tantos otros, pudo ser botado al vacío, recorrí el cañón del Chicamocha. Entrevisté a los areneros del cañón y a los campesinos de la región. Habían visto pasar tantos cadáveres por el río que no sabían si el de César había pasado por ahí. 

Pasaron 15 años. Quedé en la quiebra. Invertí todos mis recursos en la búsqueda y la empresa de transportes de mi hijo dejó de funcionar. Empecé a resignarme, pero el día menos pensado recibí una llamada. Era un investigador de medicina legal, quien, tras cotejar las pruebas que le di a la Fiscalía con un viejo reporte sobre un NN, dio con el paradero de los restos de mi hijo. Estaba en el cementerio de Palmar. En efecto, lo habían lanzado al río que atraviesa la finca del concejal Vallejo, quien fue condenado a 34 años de prisión.

"Cuando todo sucedió yo tenía 21 años. La desaparición de mi papá me consumió. Abandoné la universidad para dedicarme a la búsqueda, a juntar pistas"

Ese día salí, junto con mi familia y sus amigos, a buscarlo. Llamamos a todas las clínicas pensando que pudo sufrir un infarto. Denunciamos. Al día siguiente, recibimos una llamada. Era un hombre. Nos dijo que tenía a mi papá. Reportamos la llamada en la Policía y la rastrearon hasta San Martín, Meta. Hasta allá llegó una comisión de investigación de la Unidad Antisecuestros, pero no encontraron nada. Semanas después, una vecina se acercó a mi casa para contarnos que había visto a mi papá trotando cuando, de repente, una patrulla de la policía lo capturó. Los videos de las cámaras de seguridad de los edificios cercanos reafirmaron la versión de mi vecina, pero en la Fiscalía dijeron que esa prueba no bastaba. 

Cuando todo sucedió yo tenía 21 años. La desaparición de mi papá me consumió. Abandoné la universidad para dedicarme a la búsqueda, a juntar pistas y a ejercer presión en los medios y en organizaciones internacionales. Algunos oyeron. Otros me ignoraron. Caminamos de Bogotá hasta Cali exigiendo e indagando y construimos nuestro propio archivo de pruebas. 

Dos días después de su desaparición, un campesino halló a mi papá en un botadero de escombros junto al río Combeiba, en Tolima. La policía de Ibagué hizo el levantamiento sin ningún protocolo y lo enterró en el cementerio San Bonifacio, de Ibagué, como NN. Eso solo lo supimos meses después, cuando nos llamaron de la Fiscalía para informarnos. Recibimos el cadáver de mi papá y una necropsia escueta que hablaba de “algunos golpes”, cuando en realidad el cuerpo estaba destruido. La búsqueda recién empezaba. Recibir el cadáver no resolvió ni la mitad de los interrogantes que teníamos. 

Luego, se hizo una segunda exhumación en la que se documentó que mi papá fue torturado y que murió por asfixia mecánica. Aprendí a comunicarme en clave forense para entender lo que me decían y para interlocutar con los investigadores. En 2014, llevé el caso a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, pero aún busco respuestas. ¿Por qué el cuerpo apareció tan tarde? ¿Por qué la Policía dirigió la investigación hacia el Meta si lo halló en Tolima? ¿A quién debo perdonar?
THURGOOD MARSHALL, EL JUEZ NEGRO DE EE.UU. QUE PUEDE SER PRECEDENTE PARA LA JEP


En 1967, el presidente Lyndon B. Johnson nominó a Thurgood Marshall para ser juez de la Corte Suprema de Justicia de Estados Unidos. Marshall tenia enormes cualidades para ser juez, pero su color de piel hizo de su nombramiento algo particularmente especial. Como el primer afroamericano en llegar a la Corte en toda la historia de Estados Unidos, su nominación estuvo acompañada de una profunda carga simbólica. Tres años antes, el Congreso de ese país había aprobado la Ley de Derechos Civiles (LDC), un conjunto de medidas que pretendían, por fin, garantizar el derecho al voto de la población negra y la prohibición absoluta de la segregación.

Dichas medidas ya estaban contempladas en tres enmiendas a la Constitución incorporadas 100 años atrás al terminar la Guerra Civil, pero su aplicación fue limitada debido al racismo estructural del país, especialmente en el sur. La promulgación de la LDC no fue un acto espontáneo sino el resultado de años de lucha y activismo legal de varias organizaciones, entre ellas la Asociación Nacional para el Desarrollo de Personas de Color (NAACP por sus siglas en inglés) fundada y dirigida por Marshall. Uno de los mandatos de la NAACP fue representar a ciudadanos negros que eran acusados de crímenes simplemente por su raza y presentar varios recursos constitucionales contra la segregación. Uno de ellos, dirigido personalmente por Marshall, llevó a que en 1954 la Corte Suprema de Justicia declarara que la discriminación racial en las escuelas era inconstitucional. 

Marshall no solo fue un extraordinario abogado sino un activista fenomenal que, antes de llegar a la Corte, presentó varias demandas contra el Estado por situaciones claramente injustas. Es en este punto donde podría verse un paralelo interesante entre su legado y el recién formado Tribunal Especial de Paz. Aquellos que se oponen a la constitución de la Jurisdicción Especial de Paz (JEP) buscan en particular cuestionar la legitimidad de sus jueces señalándonos de partidistas, parciales y activistas. Su argumento parte de la premisa de que algunos de los nuevos miembros del Tribunal, actuaron, desde el litigio y la academia, como parte en procesos contra el Estado o expresaron su posición política, lo cual impediría que actúen de manera apropiada como magistrados. 

Basta con revisar la vida de Marshall, tanto en el activismo como magistrado, para demostrar que ese argumento es engañoso por lo menos por tres razones. En primer lugar, en momentos de profunda desigualdad o de injusticia (la segregación racial en Estados Unidos o las masivas violaciones de Derechos Humanos en Colombia) el activismo es una herramienta para combatir, dentro de la legalidad, problemas estructurales en una sociedad. Por esto, resulta desproporcionado criticar a abogados que aplicaron las reglas del Estado de Derecho para defender a las víctimas de conflicto o ejercieron su derecho constitucional, como ciudadanos, a expresar su opinión frente a un debate particular.

En segundo lugar, concluir que ese activismo es sinónimo de parcialidad es equivocado pues, como lo demostró el mismo Marshall al llegar a la Corte, la visión del activista es importante para aportar a una mayor comprensión de los problemas judiciales. Por ejemplo, cuando Marshall murió en 1993, sus colegas más conservadores en el Tribunal reconocieron que su visión particular sobre el Derecho y la raza fueron fundamentales para darle una visión a la Corte mucho más incluyente, lo cual no hubiera sido posible sin su presencia.

En tercer lugar, estos críticos olvidan que existe un claro sistema de impedimentos que permiten que los jueces que previamente fueron activistas, se abstengan conocer de un caso si hay razones objetivas para ello. Por ejemplo, en 1971, ya como juez de la Corte Suprema Marshall decidió no participar en el análisis de la apelación que interpuso Mohammed Alí contra la sanción penal que se le impuso por abstenerse de participar en la Guerra de Vietnam, pues él participó en el litigio del caso en las cortes de primera instancia. 

El 30 de agosto pasado se cumplieron 50 años del nombramiento de Marshall como el primer juez negro en la Corte Suprema de Justicia de los Estados Unidos. Su vida, todo un camino se obstáculos, se conmemora de manera efusiva y su legado, especialmente en estos tiempos de incertidumbre, se valora con mucho aprecio. Sus lecciones se aplican al contexto colombiano y deben servir para rodear y acompañar el trabajo que pronto empezará a realizar la JEP. La historia de Marshall se cruza con la de los excluidos en Colombia, y es tarea del Tribunal de Paz y sus magistrados activistas devolverles la dignidad. El Derecho podría ofrecerles una salida. 

*Santiago Pardo R. es abogado de la Universidad de Los Andes y ha sido profesor allí también. Hizo una maestría en Derecho, Antropología y Sociedad en LSE y cursa otra con el programa "International Legal Studies" de la Universidad de Stanford. Fue abogado auxiliar en la Corte Constitucional.