Rodeado de un barrio con casas agradables y jardines, se alza un edificio del siglo XIX, con frente de ladrillo, de líneas señoriales. Podría ser un campus universitario. Pero no lo es.
Atravesamos la puerta y ya estamos dentro de la prisión de Helsinki. No hay rejas ni requisas. Me acompañan Jouko Pietilä, director del penal, y Facundo Vila, el embajador argentino. Había escuchado tanto sobre las políticas de encierro en los países nórdicos que quise comprobarlo en persona.
Finlandia es una sociedad de herencia luterana, aunque la religión tiene poca influencia. Sin embargo, un versículo de la Biblia, en sueco y en finés, recibe a los visitantes en el frontis: “Si vuelves al Señor, Él dará vuelta a tu prisión y tendrá misericordia de ti”.
De camino al despacho del director nos cruzamos con varios “clientes”. Así se denomina a los que purgan condenas de servicio a la comunidad (‘probations’), pero el término alcanza a todos los prisioneros. Si son jóvenes, se los llama “alumnos”. Se saludan como amigos. Todo es impecable.
Mi propósito era desentrañar las razones por las que Finlandia es el país europeo con menos presos por cada 100.000 habitantes (52) y, a la vez, con menos policías (149 por cada 100.000 habitantes). Para establecer una comparación, Estados Unidos tiene 750 presos y 248 policías por cada 100.000 habitantes. Una curiosidad de Finlandia es que, con la menor proporción de policías de Europa, resuelve más del 90 por ciento de los delitos graves.
Quiero charlar con los presos, digo, y partimos hacia las celdas. El director golpea una puerta. Pregunta al prisionero si acepta charlar con un periodista. Responde que sí. El jefe de la prisión se queda afuera charlando con el embajador. Conmigo ingresa el fotógrafo Sebastián Arauz. Mi inminente entrevistado, musulmán, pega un respingo, pues Sebastián pisó su alfombra de oración.
Cherif Abdul Aziz Sy es senegalés. Tiene 43 años pero parece más joven. Ojos vivaces, cuerpo trabajado. Dejó su tierra a los 23 y está en Finlandia desde el 2009. Hace dos años y medio que está preso.
—¿Por qué está acá?
—Un accidente. Un muerto.
Me dice que no fue durante un robo. No indago más. Eso fue en el 2014. Habla español, pues vivió en Barcelona. Estudió lenguas en su país y por eso habla inglés, obviamente francés, e italiano. Para salir de la cárcel le hace falta un año y medio. Si se trata de la primera condena, salen automáticamente cumplida la mitad de la sentencia.
Cherif ocupa una celda espaciosa, con mucha luz. Tiene un televisor plasma, baño privado, un armario, mesa, sillas, tetera eléctrica, calefacción. A las 7 a. m. se levanta y hasta las 4:45 p. m. puede salir y entrar de su celda (tiene llave). Unos 45 minutos por la mañana y otros tantos por la tarde sale al patio a practicar algún deporte.
—¿Sirve para algo estar preso?
—Sí. Ahora soy mejor persona.
Lo único que se pareció a una queja es que no le gusta lo que le sirven en el comedor. Entonces hace uso de la ‘office’ (cocina grande) para preparar su propia comida, que hace con lo que compra en la proveeduría de la prisión.
—Dan ganas de pasar una temporada acá...
—No, señor. No diga eso. Perder la libertad es terrible.
Antes de despedirme avergonzado, le pregunto si tiene acceso y trato con todos los prisioneros. “Los únicos apartados son los que cometieron ofensas sexuales”, explica Cherif. Tal parece que es un código universal que los presos repudien a los violadores. Proyectan en esta conducta el riesgo que corren sus familias, a las que no pueden defender desde la cárcel.
Antes de ver a otros presos continúo mi charla con Jouko Pietilä. Le pregunto si hay pabellón para homosexuales. “No. No tengo idea de quién es homosexual —afirma—. Aquí no nos metemos en el hecho de si quieren tener sexo entre ellos. Incluso hay preservativos a su disposición. Lo mismo ocurre con quienes se inyectan. No distribuimos jeringas, pero sí una sustancia para esterilizarlas”.
“Hacemos todo para evitar el consumo, pero no lo logramos del todo; por alguna visita que filtra algo o porque lanzan pelotas de tenis con sustancias dentro por encima de los muros”, cuenta.
Los controles incluyen el análisis de las heces de los sospechosos de consumir drogas.
—¿Considera usted que hay delincuentes irrecuperables?
—Si yo pensara eso, no podría ocupar mi cargo. Tengo más de 30 años en la Agencia de Sanciones Penales (como el Inpec) y he visto cambios increíbles.
Atravesamos la puerta y ya estamos dentro de la prisión de Helsinki. No hay rejas ni requisas. Me acompañan Jouko Pietilä, director del penal, y Facundo Vila, el embajador argentino. Había escuchado tanto sobre las políticas de encierro en los países nórdicos que quise comprobarlo en persona.
Finlandia es una sociedad de herencia luterana, aunque la religión tiene poca influencia. Sin embargo, un versículo de la Biblia, en sueco y en finés, recibe a los visitantes en el frontis: “Si vuelves al Señor, Él dará vuelta a tu prisión y tendrá misericordia de ti”.
De camino al despacho del director nos cruzamos con varios “clientes”. Así se denomina a los que purgan condenas de servicio a la comunidad (‘probations’), pero el término alcanza a todos los prisioneros. Si son jóvenes, se los llama “alumnos”. Se saludan como amigos. Todo es impecable.
Mi propósito era desentrañar las razones por las que Finlandia es el país europeo con menos presos por cada 100.000 habitantes (52) y, a la vez, con menos policías (149 por cada 100.000 habitantes). Para establecer una comparación, Estados Unidos tiene 750 presos y 248 policías por cada 100.000 habitantes. Una curiosidad de Finlandia es que, con la menor proporción de policías de Europa, resuelve más del 90 por ciento de los delitos graves.
Quiero charlar con los presos, digo, y partimos hacia las celdas. El director golpea una puerta. Pregunta al prisionero si acepta charlar con un periodista. Responde que sí. El jefe de la prisión se queda afuera charlando con el embajador. Conmigo ingresa el fotógrafo Sebastián Arauz. Mi inminente entrevistado, musulmán, pega un respingo, pues Sebastián pisó su alfombra de oración.
Cherif Abdul Aziz Sy es senegalés. Tiene 43 años pero parece más joven. Ojos vivaces, cuerpo trabajado. Dejó su tierra a los 23 y está en Finlandia desde el 2009. Hace dos años y medio que está preso.
—¿Por qué está acá?
—Un accidente. Un muerto.
Me dice que no fue durante un robo. No indago más. Eso fue en el 2014. Habla español, pues vivió en Barcelona. Estudió lenguas en su país y por eso habla inglés, obviamente francés, e italiano. Para salir de la cárcel le hace falta un año y medio. Si se trata de la primera condena, salen automáticamente cumplida la mitad de la sentencia.
Cherif ocupa una celda espaciosa, con mucha luz. Tiene un televisor plasma, baño privado, un armario, mesa, sillas, tetera eléctrica, calefacción. A las 7 a. m. se levanta y hasta las 4:45 p. m. puede salir y entrar de su celda (tiene llave). Unos 45 minutos por la mañana y otros tantos por la tarde sale al patio a practicar algún deporte.
—¿Sirve para algo estar preso?
—Sí. Ahora soy mejor persona.
Lo único que se pareció a una queja es que no le gusta lo que le sirven en el comedor. Entonces hace uso de la ‘office’ (cocina grande) para preparar su propia comida, que hace con lo que compra en la proveeduría de la prisión.
—Dan ganas de pasar una temporada acá...
—No, señor. No diga eso. Perder la libertad es terrible.
Antes de despedirme avergonzado, le pregunto si tiene acceso y trato con todos los prisioneros. “Los únicos apartados son los que cometieron ofensas sexuales”, explica Cherif. Tal parece que es un código universal que los presos repudien a los violadores. Proyectan en esta conducta el riesgo que corren sus familias, a las que no pueden defender desde la cárcel.
Antes de ver a otros presos continúo mi charla con Jouko Pietilä. Le pregunto si hay pabellón para homosexuales. “No. No tengo idea de quién es homosexual —afirma—. Aquí no nos metemos en el hecho de si quieren tener sexo entre ellos. Incluso hay preservativos a su disposición. Lo mismo ocurre con quienes se inyectan. No distribuimos jeringas, pero sí una sustancia para esterilizarlas”.
“Hacemos todo para evitar el consumo, pero no lo logramos del todo; por alguna visita que filtra algo o porque lanzan pelotas de tenis con sustancias dentro por encima de los muros”, cuenta.
Los controles incluyen el análisis de las heces de los sospechosos de consumir drogas.
—¿Considera usted que hay delincuentes irrecuperables?
—Si yo pensara eso, no podría ocupar mi cargo. Tengo más de 30 años en la Agencia de Sanciones Penales (como el Inpec) y he visto cambios increíbles.
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